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MURCIA

«Recuerda que, si te veo con otro, agarro la escopeta y os mato»

sábado 15 de agosto de 2015 La Verdad - A. Botías Saus

Carmen logró abandonar a su agresor después de veinte años de maltrato y de superar una terrible depresión que casi le cuesta la vida.

«Eres una gandula. Así que, si quieres viajar, ponte a trabajar», le advertía su agresor.

Foto: Carmen, quien prefiere permanecer en el anonimato, juega con sus dedos. :: J. CARRIÓN / AGM

La peor bofetada que recibió Carmen en sus veinte años de matrimonio fue la que nunca le propinó la bestia de su marido. La bofetada de la indiferencia y el desprecio, esa cuyo dolor perdura. Tampoco, en realidad, necesitó usar los puños para anular su voluntad y aplastar sus ilusiones. Con mirarla, se echaba a templar. Con levantarle la mano, le provocaba una taquicardia.

La peor bofetada que recibió Carmen en sus veinte años de matrimonio fue la que nunca le propinó la bestia de su marido. La bofetada de la indiferencia y el desprecio, esa cuyo dolor perdura. Tampoco, en realidad, necesitó usar los puños para anular su voluntad y aplastar sus ilusiones. Con mirarla, se echaba a templar. Con levantarle la mano, le provocaba una taquicardia.

«Al principio todo era muy bonito –recuerda esta mujer cuyo miedo la impide revelar su auténtico nombre– hasta que nos casamos. La felicidad se esfumó pronto, casi en el instante en que lancé el ramo». Aquellas serían las últimas flores que tocarían sus manos.

Los ramos y las joyas que durante el noviazgo recibió, entre promesas de amor eterno, pronto devinieron en terribles insultos y amenazas. «Es su carácter», pensó Carmen al principio. «Tiene un pronto malo», se convencía más tarde. «De puertas para afuera es encantador», lo excusaba. Y así pasaron los días.

Las causas de los enfrentamientos eran ridículas. Una cama sin hacer, unos vasos fuera del fregador, acaso algún calcetín que se desprendía en el pasillo del montón de la colada. «Pero él, jamás, en veinte años, quitó ni un plato de la mesa. Para eso estaba yo. Y, según su opinión, ni eso sabía hacer». Aunque sí sabía reírse, al menos hasta que se lo prohibió. Como le prohibió viajar, hasta que no trabajara. La diligencia que le negaba en las tareas de la casa se la reconocía en «arreglarme y pintarme. Aunque, en realidad, apenas me atrevía a colorearme los labios. Con aquel animal con ojos…».

A Carmen, vecina de una pedanía de Murcia, le costó años y lágrimas presentar una demanda de separación. Temía perder a sus dos hijos. Y sus dos hijos, cuando comenzaron a crecer, temían perderla a ella. «Eso fue lo peor. Sentir que tus pequeños se dan cuenta de todo e intentar justificar los ataques», continúa Carmen. Pero en aquella casa nadie, salvo el padre, elevaba la voz. «Así que aguanté y aguanté. Abandoné el trabajo y a los amigos, harta de que me insultara delante de ellos».

Sin embargo, todavía no lograba reunir fuerzas para abandonarlo. Ni siquiera cuando, presa de una depresión, fue ingresada. Ni siquiera aquel día en que su propia familia le advirtió de que, al menos, «tienes la suerte de que no te pega».

Era cierto. En cambio, aunque se matara a limpiar, la casa siempre estaba sucia, «porque era una gandula». Y si hablaba con algún amigo, «era una fresca que buscaba un rollo». Y si mandaba a su hijo a que ordenara la habitación, «lo hacía porque era una marrana que tenía la casa descuidada y el chiquillo saldría homosexual». Sí, en pleno siglo XXI.

«Usted debe denunciar»

Así pasaron los años. Hasta que cierto día su hijo la insultó con el mismo tono que empleaba su padre. «Con la misma mirada del padre». Y se acabó. Carmen no podía permitir que creciera en aquel hogar –por llamarlo algo– y que, por cierto, la familia del marido le disputaría en los tribunales, sin éxito.

Carmen le dijo a su marido que quería separarse. Y su marido le recordó que en casa tenía una escopeta. «¡Te juro que si te veo con otro os mataré a los dos!». Porque, además, toda su familia política en pleno la acusaba «de ser una cualquiera». Lo que le faltaba. Y ella, en realidad, sí tenía otro. Otro sueño: escapar de aquel infierno o «quitarme la poca vida que me quedaba».

Tanta presión fue suficiente para que Carmen aguantara un poco más. A cambio, el agresor aceptó deshacerse de la escopeta. A los pocos días, la mujer acudió al cuartelillo para comprobar que lo había hecho. Y un guardia, tras escuchar su relato, le abrió los ojos: «Debe denunciar». Puesta en manos de Radio Ecca logró, por fin, recobrar la libertad. Ahora, por mucho que le pese a la bestia de su marido, Carmen vuelve a sonreír. Veinte años de llanto le ha costado.

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